El mar

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Voy hacia ti. Camino descalza sin miedo a pisar cristales rotos, confiando en que si pasa, me curarás con tu abrazo de sal.

Tengo tantas historias que contarte… pero ahora prefiero que hables tú. Cuéntame entre susurros todas las veces que te han llorado, cuántas veces has sanado. Sigue leyendo

El Ático (III)

*Leer antes El Ático (II)

 

En cuanto la vio, Andrés hizo un gesto para saludarla. Julia avanzaba para encontrarse con él, y notó que le fallaban las piernas en cuanto lo vio sonreír. «Tiene que ser el vino», pensó.

―¡Hola! ―saludó Andrés.

―¡Hola! No te esperaba tan pronto ―le respondió Julia tratando de controlar sus nervios.

―Yo tampoco esperaba venir tan pronto. ¿Puedo pasar? ―preguntó dándose cuenta de que se habían quedado ambos junto a la puerta del local.

―Sí, sí, claro. Vamos. ¿Quieres que vayamos a la oficina? Si quieres algo estoy a tu completa disposición ―dijo Julia nerviosa―, quiero decir,  si tienes dudas…

―No ―le interrumpió―. No es eso.

―Lo has pensado mejor y prefieres otro lugar ―dijo decepcionada―. Sé que somos nuevos, pero estamos capacitados para afrontar el reto. Tenemos muchas ganas…

―Julia ―dijo Andrés mientras le agarraba el hombro para que se callara―. Tranquila.

Julia no se tranquilizó. Se puso más nerviosa. Su nombre dicho por él, su tacto otra vez, esa extraña confianza que surgía de la nada con un extraño. Se calló, respiró hondo, y por fin pudo articular palabra.

―Perdón ―se disculpó―. Disculpa. Vamos a la oficina y hablamos con calma.

―No es necesario. ¿Tomamos algo?

Julia no entendía nada, pero esa cercanía que mostraba aquel tipo la hacía sentirse bien. Se sentía nerviosa dentro de la calma absoluta.

―¿Mesa o barra? ―preguntó sonriendo, con aire misterioso.

―Soy un hombre de barra ―dijo entrecerrando los ojos―. ¿Respuesta correcta?

―¡Han cantado bingo, señores! ―ambos rieron―. ¿Qué tomas?

―Voy a fiarme de tu buen criterio ―afirmó mientras tomaba asiento en uno de los taburetes.

―¿Has venido en coche?

―En moto. ¿Influye eso en la decisión? ―preguntó curioso.

―No quiero ser la causante de una multa de tráfico.

―Mujer prevenida…

―¡Vale por dos! ―terminó su frase divertida―. No te preocupes, yo también soy una mujer de barra, tengo mis ases bajo la manga.

―Así que mujer de barra… ―la miró con aire indagador.

―Si te estás imaginando algo similar a la barra del Bar Coyote ―dijo muy seria―, estás completamente en lo cierto.

Andrés estalló en carcajadas y ella lo acompañó. Julia se dio la vuelta y se dirigió al otro lado de la barra. Buscó la coctelera, hielos, zumos, frutas… Andrés trataba de ver lo que hacía, pero ella trabajaba de espaldas.

Estaba despistado mirando hacia la calle a través de la cristalera cuando escuchó el agitar de los hielos. Ella lo miraba fijándose en su gesto divertido, y buscando sorprenderlo hizo girar la coctelera en el aire.

―¡Tiembla Tom Cruise, que viene Julia! ―dijo sorprendido.

Julia rió, se dio la vuelta, y cuando regresó traía dos cócteles con un perfecto degradado de rojo a naranja, una pajita y unas rodajas de lima en el borde. Los colocó sobre la barra y esperó la reacción.

―¿San Francisco? Creí que me darías algo más… ―dijo él fingiendo decepción.

―Cariño, si te lo doy todo hoy, no volverás a por más.

Se hizo el silencio y ambos se miraron intensamente a los ojos durante unos segundos que tranquilamente podrían haber sido horas. Julia no pudo evitar fijarse en  la mueca pícara en los labios de Andrés. Qué comentario tan inoportuno. O acertado. Antes de que él se diera cuenta de que le había mirado la boca, se revolvió nerviosa, se apartó un mechón de pelo de la cara y rompió el silencio.

―¿No piensas probarlo?

Andrés se incorporó sobre la barra hasta alcanzar la pajita del cóctel de Julia del otro lado, muy cerca de ella, y sin dejar de mirarla lo probó. Julia estaba desconcertada por su cercanía, por ese juego de seducción que se estaba dando entre ambos inconscientemente, y porque teniéndolo tan cerca lo sentía todavía más guapo. Andrés se alejó de nuevo y recuperó su asiento. Ella lo miró extrañada.

―Pareces salida de una película, no me extrañaría que hubieras puesto alguna substancia nociva en mi cóctel… ―bromeó.

―¡Idiota! ―rio.

―Despertaría en mi garaje sin recordar nada de lo sucedido… y eso sería una lástima ―dijo, regalándole una media sonrisa.

―Ahora en serio. ¿Qué tal?

―Es el mejor San Francisco que he probado en mi vida ―dijo serio―. Lo juro.

―¿Es el primero, verdad?

―¡Han cantado bingo en la sala! ―gritó tal y como ella había hecho anteriormente.

Ambos empezaron a reír. El bar estaba casi vacío, y Jon había desaparecido oportunamente para dejarlos solos.

―Y bien, dime, ¿has venido a cancelar la reserva? ―retomó Julia.

―En absoluto, te dije que estaba decidido.

―¿Entonces? ¿Has venido por el menú?

―Tampoco ―Andrés le acercó una carpeta que Julia miró extrañada―. He venido a darte esto. Creo que es tuyo.

―¿Mío? ―Julia abrió la carpeta y vio un presupuesto de reforma que, efectivamente, era suyo―. ¿De dónde…?

―Estaba entre los papeles que me dejaste ―interrumpió―. Supuse que te haría falta, así que vine a devolvértelo.

―Qué desastre soy. Gracias. Anoche me quedé hasta tarde entre papeles y seguro los mezclé sin darme cuenta.

―No hay de qué. A propósito ―dio un sorbo más a su bebida―, conozco a alguien que podría hacerte la reforma a un mejor precio. Ese es excesivo.

―¿Has cotilleado en mis papeles?

―No. Es que casi me da un ictus cuando vi el precio y creí que era el presupuesto del banquete.

―¡Vaya! Eso sí que sería caro ―dijo riendo―. Entonces, ¿crees que me están timando?

―Creo que es un precio excesivo para una reforma que podría hacerse con un presupuesto más reducido, y de una forma más sencilla. Al menos, eso puedo deducir con los datos que se muestran ahí. Confieso que sí he cotilleado un poco…

―Si me presentas a alguien que haga la reforma más barata, te perdono que seas un entrometido.

Andrés terminó la bebida, se puso de pie, colocó bien su camisa y extendió la mano por encima de la barra.

―Andrés Vega, arquitecto.

―Estás de broma.

―¿Quién más podría vivir en un garaje tan acogedor? ―preguntó abriendo los brazos y sonriendo.

―Definitivamente. Te creo.

―Si quieres puedes venir un día por el estudio a contarme más detalladamente qué es eso que quieres reformar, y creo que podremos mejorar ese presupuesto

―Creo que te quiero ―confesó Julia con gesto aliviado.

Andrés sonrió y miró su reloj. Aquella sonrisa debía ser la causante del derretimiento de los polos y del cambio climático. Del cambio climático sobre todo, porque Julia empezaba a sentir calor, y más cuando se dio cuenta de que esa confesión no había quedado solo en su pensamiento, sino que había salido por su boquita. En ese momento Jon, que había estado escuchando, salió de su escondite.

―Cariño, necesito tu ayuda en el almacén.

―Tengo que irme ―dijo Andrés incómodo―. Tienes mi tarjeta. Llámame y concretamos un día.

Andrés se levantó y se encaminó hacia la puerta. Julia se giró y miró a Jon enfadada.

―Qué espalda, madre mía. ¿Ese hombre es de verdad? ―preguntó Jon.

―Jon, ¿qué haces?

―Eso digo yo, Julia. ¿Qué haces?

―¿Yo? ¡Eres tú el que ha cambiado de acera repentinamente para parecer un hetero en celo!

―Es que si no aparezco lo emborrachas y te lo llevas a la oficina. Que ya te imaginé en el “que hable ahora o calle para siempre”. Y no callada, precisamente.

―¡Pero qué dices! Tú estás fatal.

―¿Cómo era? Ah, sí: “si te lo doy todo hoy no volverás a por más” ―se burló imitando la voz de Julia―. Ah, y también le has dicho que lo quieres.

―Joder…―Julia se llevó las manos a la cabeza―. No ha sido para tanto. Estás exagerando.

―Sí, sí. Por eso deseó que lo drogaras y lo llevaras a la cama. Al final no sé cuál de los dos va a secuestrar a cuál.

―Es un cliente. Solo trato de llevarme bien con él. Nada más.

―Con Paco no te ríes tanto, y es nuestro cliente más fiel.

―¡Paco tiene 83 años!

―O sea, que me das la razón. Pues bien majo que es, y nos deja propina.

―¡No! ―dijo Julia nerviosa―. Contigo no se puede hablar.

―Ay, mi niña. Que te has pillado de verdad. No me lo puedo creer ―negó Jon tapándose la boca con la mano.

―Que no, Jon, que no. No me confundas. Y me voy, antes de que sigas.

―La que has liao, pollito… ―susurró Jon mientras la veía marchar.

Julia agarró sus cosas y salió del local. Cuando apenas llevaba unos metros le sonó el teléfono. Lo miró, creyendo que sería un mensaje de Jon, pero era un número desconocido. Lo abrió.

«Con las prisas me fui sin pagarte el San Francisco. Te lo debo.

Por cierto, se me olvidó preguntar, ¿qué día de la semana es el espectáculo sobre la barra? 😉 »

 

Julia no pudo evitar sonreír.

―Mierda.

Al llegar al coche, Julia conectó su Spotify. Tenía la certeza de que al llegar a casa esa noche vería una vez más Bar Coyote. Arrancó, y a través de los altavoces empezó a sonar Amores de Barra.

―Genial.

 

Todo con ella

Jamás me había conocido de esa manera. Tan inestable, tan débil, tan valiente a la vez. Era una contradicción en mí mismo, negándome evidencias, aceptando sin querer que aquella mujer se hubiera adueñado de todos mis sentidos, y por mucho que hiciera el esfuerzo por intentar retomar las riendas de mi carruaje, aquella bestia ya cabalgaba sola llevándome a un paraíso incierto.

Tenerla cerca era como vivir un terremoto en el interior de un edificio en ruinas; si tratas de huir pisas en falso y caes, si te quedas se te viene el mundo encima. Ella era el abismo, y yo ansiaba adentrarme en él y encender un mechero al llegar al fondo. Para verla y conocerla mejor, para arder con ella. Para hacerlo todo con ella.

Lo que nunca imaginé es que sería esa mujer la que encendería la luz de mi cueva y me haría resurgir como el hombre de las cavernas, la que me enseñaría a dejar de ser un animal para convertirme en un humano capaz de amar.

En una ocasión pude decirle que yo era un ser demasiado oscuro para ella. Me dijo que todos los espejos tienen un lado negro, y que sin él no podrían reflejar la luz que les llega. No fue necesario que dijera nada más. La miré a los ojos y le pregunté sin usar palabras. Pude ver como sus pupilas se dilataban. El instinto animal no deja de funcionar ni siquiera embriagado de deseo. Miré su boca en un descuido y regresé a sus ojos antes de perder el control como un loco.

― Necesito besarte ―le dije.

Y pude ver como se formaba esa diminuta arruga junto a su ojo derecho, mientras ese mismo lado de su boca se arqueaba levemente. Eso era un sí.

Miró mi boca y me acerqué despacio hasta que pude sentir que respirábamos el mismo aire. Segundos después comprendí que el deseo animal convive con el amor humano, que se puede apoderar de ti el frío cuando sientes calor, y que en los más profundos abismos hay luz durante los terremotos.

 

L.